sábado, 5 de marzo de 2011

Mastinico en castellano



Autor: Fernando Pérez de Laborda
Ilustraciones: Maribel tena


A mi hija Anta


Este texto que tienes entre manos no es el relato de un cuento, sino de una historia. A diferencia de los cuentos, las historias, como ya sabes, son reales. Así que lo primero que voy a hacer, antes de nada, es situarla en el espacio, contarte dónde ocurrió.
Esta historia sucedió en un bosque de robles y de hayas hermosas que crece tranquilo, no muy lejos de aquí, ajeno al mundo que lo rodea. Es un bosque sonoro que tiene su propia música. Su música la componen los sonidos más simples: el repique sobre un tronco, tacatá, un aleteo nervioso, flap-flap, el chasquido de una rama, catacrac, las pisadas de una sombra, tipi-tapa, el canto de un palomo, ujiú-ujiú, y el siseo del viento que se cuela entre la arboleda, ssssh. Hasta cuando el bosque enmudece, chissss, el silencio se hace parte de toda esa melodía de sonidos.
Durante muchos años ésa ha sido la forma que tenía el bosque de expresarse. Su música era portadora de mil lenguajes diferentes: el lenguaje de los pájaros con sus silbares y las fieras con sus gruñires, el de las tormentas con sus tronares y las calmas con sus callares. Era el lenguaje de los días con sus chillares y el de las noches, groooo, con sus roncares.
El bosque aquel de robles y de hayas hermosas respiraba tranquilo y los animales se entretenían allí, cada uno dedicado a su difícil tarea: las ardillas recolectaban los frutos para el invierno, los jabalíes hocicaban el suelo, oinc-oinc, y el zorro cobraba su carnaza. Todos ellos se entregaban a su rutina diaria de amaneceres y de atardeceres.

Pero aquel bosque no estaba habitado sólo por animales salvajes. En un claro despejado de árboles, un caserío se había hecho un hueco arañándole el terreno al boscaje. Sobre las praderas que se esparcían aquí y allá, un montón de animales domésticos disfrutaban también de aquella naturaleza espléndida.
Las ovejas pastoreaban los pastos, las gallinas campaban los campos, las cabras ramoneaban las ramas y las vacas pacían los prados. A todos ellos también les llegaba del bosque, como arrastrado por un soplo de aire, la discreta brisa de la paz que allí se respiraba.
Un atardecer ocurrió en el caserío un pequeño acontecimiento que alteró su rutina diaria: un nuevo inquilino aterrizó por allí. Desde el fondo del valle se oyó cómo llegaba el dueño del caserío con su Landrover, brrrrrrum, tocó la bocina, ¡pi, piiiiii!, descendió del vehículo, se dirigió a la puerta de atrás, la abrió y, ante la curiosidad de todos los animales que se habían arremolinado a fisgonear, extrajo de una caja de cartón un enorme cachorro de oso.

¡¿Un oso?! ¿Habían traído un oso al caserío? ¡Beeee! balaron las ovejas confundidas.¡Muuuuu! mugieron las vacas sin acabar de creérselo. ¡Co, co, ri, co! cacarearon las gallinas sin entender absolutamente nada de lo que estaba pasando. ¿Acaso habían confundido el caserío con un circo? ¿Se tendrían ahora que dedicar las gallinas a hacer malabares? ¿Tendrían las vacas que hacer equilibrios sobre alguna cuerda?
Cuando los animales de la granja todavía no se habían repuesto de su sorpresa, aquel enorme cachorro de oso, ¡guau-guau!, ladró. ¡No era un oso! ¡Era un cachorro de perro! Pero un cachorro de perro tan grande que tenía ya casi el tamaño del perro pastor que cuidaba del ganado y que lo miraba asombrado.
Desde el primer día se dieron cuenta de que aquel cachorrillo no era normal. Al andar, sus patas se ponían zancadillas unas a otras, se tropezaba y, ¡catapún!, se daba de morros contra el suelo. Era glotón y muy patoso. Todos los animales se mofaban de él y le hacían burlas. Pero al Mastinico, que así se llamaba, poco le importaba. Él era feliz caracoleando sobre su cola y atrapando moscardones, ¡ñam!
Un día se le acercó el perro pastor y le comentó con curiosidad: "No entiendo muy bien para qué te han traído aquí. Te veo yo a ti un poco torpe e inútil para andar corriendo detrás de las ovejas. Porque no creas que es cosa fácil manejarlas: mis años de experiencia me han enseñado que en el manejo de las ovejas hay que ser muy hábil y preciso. Tanto como la golondrina que sobrevuela el río para beber agua”.

El Mastinico le escuchaba divertido y juguetón, como si las palabras del perro pastor no le afectaran para nada y no fueran con él. Su dueño ya le había advertido de que él no estaba allí para manejar el ganado, sino para cuidar de él cuando se hiciera mayor. "¿Cuidar del ganado?", le preguntó el perro pastor algo ofendido, "¡Pero si yo me basto y me sobro para cuidar del ganado! En todo el tiempo que llevo aquí, y ya son muchos años, nunca he tenido ningún problema. Para defender los pollos de las alimañas y los corderitos enfermos de las aves de rapiña que cruzan por aquí, no se necesita de ningún patoso cabestro como tú.”
Nuestro Mastinico no sabía qué era un cabestro, así que toda aquella palabrería le importaba bien poco. Él era feliz caracoleando sobre su cola y atrapando moscardones, ¡ñam!

Mastinico ya se había hecho una amiguita, que no era otra que una patita que acababa de salir del cascarón y a la que le había cogido cariño. Allá adonde iba el Mastinico, allá iba la patita. Ella le había adoptado como si fuera su hermano mayor. Se hicieron tan amigos que al Mastinico le empezaron a llamar, naturalmente, el patito feo. Y, como patoso patito que era, seguía siendo el blanco de todas las bromas. Pero, a pesar de todo, él iba todo feliciano por la vida, creciendo poco a poco y poniéndose cada día más fuerte y más grande.
El cuerpo, en cambio, no se le acababa de formar. Se seguía tropezando a cada paso que daba y en sus carreras nunca calculaba bien la inercia de su patoso cuerpo. A veces no conseguía frenar a tiempo y, ¡catapumba!, se estampaba contra algo, rebotando y quedando tendido en el suelo. Entonces todos los animales reían, ¡ji, ji, ji!, ¡ja, ja, ja! Pero el Mastinico se levantaba, se sacudía y se alejaba muy seguro de sí mismo.
Un día de lluvia en el que, como siempre, andaba caracoleando sobre su cola y atrapando moscardones, ¡ñam!, patinó sobre una cagada de vaca, fuuuuiiii, y, ¡zas!, se precipitó a un pozo lleno de zarzas y de barro. Al salir de allí con todos los cardos como si fueran rulos, todos se echaron a reír y el Mastinico, entonces, les advirtió con un tono muy serio: “¡Ya veréis, ya, el día que tenga que defenderos del lobo, quién será el último que ría!”.
Los animales se miraron unos a otros: “¡¿El loooobo?! ¡¿Ha dicho el loooobo!? ¡Pero qué lobo ni qué niño bobo!”, y explotaron a carcajadas, ¡ji, ji, ji!, ¡ja, ja, ja! Gallinas, gansos y conejas se partían de la risa con aquella historia de los lobos. Todos sabían perfectamente que el lobo había desaparecido de aquellos campos hacía ya dos siglos, que son muchos muchos años. El dueño de ese caserío había acabado con el último de ellos, harto ya de que se zampara a corderillos y cabritillos. Desde entonces, la vida en el bosque se había tranquilizado y del rastro del lobo no quedaba allí más que su leyenda, las historias que se contaban
Todas las mañanas, cuando el Mastinico se levantaba, se preparaba para su ronda de reconocimiento: se estiraba, bostezaba, ¡oaaaaa!, y se disponía a dar una vuelta por las eras, siempre acompañado por su patita. Se informaba de las últimas noticias, como si fuera a leer el periódico o a ver el telediario de la mañana. Pasaba por la cuadra y saludaba: Buenos días señor Cuto, ¿ya ha llenado usted el zacuto?”. Miraba al tendido de la luz y decía: Buenos días Golondrino, ¿hace mucho que usted vino?”. Se dirigía al cobertizo y comentaba: Buenos días doña Yegua, ¿ya ha comido usted las hierbas?”.

Por las noches, en cambio, se acomodaba en su caseta, delante de la puerta del caserío, y dormía como un tronco, grooooo. Pero siempre con una oreja tiesa, un ojo abierto, ¡ping!, y con su inseparable patita al lado apoyada sobre una sola pata. Si veía pasar una ardilla le preguntaba ingenuamente: “¿No serás tú el lobo?”. Pero la ardilla le miraba sorprendida y sin decir palabra se escapaba trepando por el tronco de algún fresnecillo. Igual pasaba un erizo y el Mastinico lo olfateaba con curiosidad, snif-snif, hasta que sus púas se le clavaban en la punta del hocico y le preguntaba mosqueado: “¡¿No serás tú el lobo?!”. Pero el erizo continuaba su camino sin inmutarse ni un pelo o, mejor tendría que decir, ni una espina. Mientras tanto, la cabaña de animales se iba habituando a todas las locuras del Mastinico y le dejaban que viviera su propio mundo.

Y así trascurrían los amaneceres y los atardeceres en la granja hasta que un buen día sucedió algo que revolucionó a toda la región y la puso patas arriba. Desde lo más profundo del bosque empezaron a llegar rumores. En las charcas y en los senderos, en las praderas y en los roquedos se empezaron a hacer comentarios. Se empezó a correr la voz de que venía el lobo.

Cuando los rumores llegaron al caserío, los animales se pusieron nerviosos. Por las noches ya nadie se atrevía a salir y sólo el Mastinico se quedaba a dormir fuera, con una oreja tiesa, un ojo abierto, ¡ping!, y con su inseparable patita al lado apoyada sobre una sola pata. A todos los animales que veía les preguntaba a ver si eran el lobo. Carneros y gorrinos llegaron a pensar que el Mastinico estaba un poco loco. Pero él les comentaba: “No os decía yo que había venido para defenderos del lobo. No hay por qué temer, que cuando venga le echaré a patadas. Vosotros tranquilos”.
¿Tranquilos? ¿Tranquilos ellos? ¿Tranquilos ellos con aquel locuelo que hablaba del lobo como si fuera un lindo gatito? ¿Tranquilos ellos después de enterarse de que la leyenda del lobo se hacía verdad, de que el personaje, como pinocho en el cuento, se hacía de carne? ¿Tranquilos ellos a los que, como única protección, se les ofrecía a aquel perro con trotares y andares de pato o, mejor dicho, de patoso patito feo?
Todos pensaban que aquello no podía ser verdad, que no podía estar ocurriendo, que alguien les quería gastar una broma. Pero no era así porque, efectivamente, el lobo venía. Desde los montes de León y Galicia, el lobo había ido extendiendo su territorio hasta el norte de Burgos y de allí había pegado el salto a los montes de Vitoria. Ahora era tiempo de reconquista de su territorio perdido. Ahora que se abandonaba el campo y la gente emigraba a la ciudad, ahora que los bosques crecían y que se protegía al lobo como animal en peligro de extinción, el lobo había empezado a ganar terreno.

Una noche que el Mastinico dormía como un tronco delante de la puerta del caserío, grooooo, con una oreja tiesa y un ojo abierto¡ping!,  y con su inseparable patita al lado apoyada sobre una sola pata, distinguió un sonido que le puso en alerta. De la espesura del bosque salió un jabalí. El Mastinico, viendo aquel animal tan grande y tan feo, pensó, ¡tate!, éste tiene que ser el lobo, y le preguntó como de costumbre: “¿No serás tú el lobo?”. El jabalí le miró con esa mirada bizca y fulminante que tiene y le dijo seriamente: “Has de saber que el lobo nunca se presenta así, de improviso. Al lobo le gusta anunciar su visita. Antes de que el lobo te atraviese con su mirada, antes de que te penetre su olor, antes mismo de que vuestros miedos os lleguen a lo más hondo, mucho antes que todo eso, lo que escucharéis será su aullido, su largo aullido de bienvenida. Entonces comenzará todo”.

¡Su aullido!, ¡claro! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡El aullido del lobo! 
En cuanto el jabalí se perdió en la penumbra del bosque, el Mastinico le estuvo dando muchas vueltas a cómo sería ese aullido. ¿Sería tan imponente y tan grave como el suyo? ¿Lo confundiría con el aullido de los perros de los otros caseríos que se encontraban al otro lado del valle?

Todas esas preguntas se hacía una y otra vez mientras él seguía creciendo, se iba haciendo adulto. Las huellas de sus pisadas dejaban ver el tamaño de sus garras y las marcas de los huesos roídos, lo afilado de sus colmillos. Era ya un perro crecido, grande como un oso, pero ninguno de los animales de la granja creía que aquel perro tan patoso y alocado fuera capaz nunca de enfrentarse a un lobo. Y mucho menos a tres o cuatro, porque los lobos siempre rondaban en manada.

Una noche de luna llena y cielo despejado, mientras nuestro Mastinico dormía delante del caserío, con una oreja tiesa y un ojo abierto, ¡ping!, y con su inseparable patita al lado apoyada sobre una sola pata, se escuchó de repente un aullido estremecedor, ¡Auuuuuuuu!... ¿Lo habéis oído? ¿Habéis oído ese aullido escalofriante? ¿No? ¿No lo habéis oído bien? Pues ahora poneos las manos como si fueran antenas detrás de los orejas, extenderlas como si fueran las de una vaca, poned todos vuestros sentidos, cerrad los ojos y aullad: ¡Auuuuuuuuuuuuu!... ¿Lo habéis escuchado mejor ahora? ¿Lo reconocéis? ¿Sí? ¡Es el aullido del lobo!


Allí estaba el lobo. Así que era verdad. El Mastinico se había estado preparando para aquel momento durante todo ese tiempo y aquello no le cogió de sorpresa. Ésa era la misión que le habían encomendado a él. Ése era el trabajo que habían realizado sus antepasados durante generaciones cuando vivían en los Pirineos: proteger al ganado de los lobos. Por eso le llamaban Mastinico, porque él era un Mastín, un orgulloso Mastín del Pirineo.
Después de haber oído aquel aullido ya nadie en el caserío podía echarse a dormir. El ganado estaba tan nervioso que se apretujaba en un rincón de la cuadra sin atreverse a asomar el morro fuera.
Aunque los demás animales no lo sintieran, el Mastinico también estaba tenso. Se plantó delante de la cuadra, rodeado por la oscuridad. Afinó el olfato, aguzó el oído e intentó calmar sus nervios. Tenía por delante la noche más larga de su vida. Cualquier movimiento que percibía y cualquier sonido que le llegaba le parecía que era el lobo que se hacía anunciar. Oía una polilla, zzzzzz, y le parecía que era un gruñido. Pero no. Distinguía dos luciérnagas en la oscuridad y le parecían que eran los ojos de un lobo que le observaban fijamente. Pero no. Olisqueaba el aire, snif-snif, y le parecía sentir la pestilencia que desprende el lobo. Pero no.
Ahora que había escuchado el aullido de bienvenida del lobo, el Mastinico se preguntaba cuál sería la siguiente señal que le llegaría de su presencia. De repente, sintió que se le tensaban los músculos y que se le erizaban todos los pelillos del cuerpo. Fue como una pequeña corriente que le hubiera recorrido todo su cuerpo de arriba a abajo… ¿No la sentís? ¡Ésa era la señal! ¡El lobo se encontraba allí, enfrente de él, oculto en la oscuridad. ¡Aunque aún no lo pudiera ni oler ni oír ni ver, lo sentía!
El Mastinico se creció como si alguien lo hubiera inflado con una bomba de hinchar. Se fue acercando con cautela hacia el bosque. Instintivamente enseñó los dientes. De su boca sobresalían sus afilados colmillos. Extendió sus garras y emitió un gruñido prolongado e intimidatorio, ¡grrrrrrrrrrrr! De pronto le llegó el olor del lobo y distinguió, asomando entre el arbolado, la silueta no de uno ni de dos, sino de tres lobos.
Los lobos ya se habían aproximado lo suficiente para distinguir bien a los tres. Se dio cuenta de que le estaban rodeando y acorralándo. El Mastinico permanecía quieto. Un sexto sentido que no sabía que tuviera le decía cómo debía actuar. En seguida se dio cuenta de cuál de los tres lobos era el jefe de la manada. Se giró hacia él y le plantó cara. Se colocó frente a él, desafiándole. De esa manera le indicaba que aquélla no era su propiedad y que sus intenciones allí no eran bienvenidas.

Si el lobo le mostraba sus cuatro colmillos, el Mastinico le enseñaba sus diez garras. Si el lobo le gruñía en dos tiempos, ¡grrrr-grrrr!, el Mastinico le gruñía en cuatro. Si el lobo daba un paso hacia adelante, el Mastinico daba dos. Cuando el Mastinico presentía ya que la pelea iba a empezar, que no iba a poder evitarla y que los lobos se abalanzarían sobre él para despellejarle vivo, el jefe de la manada echó marcha atrás e inició su retirada. El tamaño del Mastinico, sus colmillos y su gruñido le habían parecido demasiado. Al jefe de la manada no le merecía la pena gastar tantos esfuerzos en una pelea, sabiendo además que en otros caseríos quizás encontraría menos resistencia.
El bosque se tragó a los lobos y el Mastinico todavía se mantuvo durante un largo rato en aquella incómoda postura, sin bajar la guardia. La patita, que había estado observándolo todo desde la distancia, apoyada sobre una pata, se le cruzó entre las piernas buscando su rinconcito entre ellas, y él se distendió al sentirla.
Después de haber cumplido a la perfección con su papel de malo-malísimo que había simulado tan bien delante de los lobos, pensó que ahora había llegado la hora de representar su otro papel: el papel de patoso-patosísimo que los animales de la cuadra conocían de él. Y se fue para dentro a montar su pequeño teatrillo.
En la cuadra nadie sabía lo que estaba pasando fuera. Cuando vieron, a través de la ventana, a una sombra acercarse, pensaron que aquellos parajes boscosos volverían a sus tiempos oscuros, a aquéllos en los que las praderas y los caminos ya no serían seguros para nadie. El lobo venía para acabar con ellos.
Y fue entonces cuando vieron entrar al Mastinico, tambaleándose, con los pelos todo alborotados, con los ojos como idos, con la lengua como colgando. Se les fue acercando hasta que, ¡catapún!, se desplomó delante de sus narices emitiendo un tremendo estertor, ¡aaaaaaaaah! Todos se quedaron aterrorizados al oír chirriar la puerta de entrada, ñiiiiiiiiiic. Se prepararon para lo peor. ¿Cuántos lobos serían? ¿Cuántos lobos entrarían por la puerta? Entonces oyeron un ruido, sintieron unas pisadas, tipi-tapa. Lo siguiente que vieron entrar no fueron los lobos. ¿Quién entró por la puerta? La patita, claro, la patita que meneando su cola, tilán-talán, y chasqueando con su pico, ¡cua-cua!, se acercaba más feliz que unas castañuelas. Entonces fue cuando el Mastinico no pudo aguantar más y explotó de la risa, ¡ji, ji, ji!, ¡ja, ja, ja!, de ver la cara de susto de cerdos y de carneros, de ver cómo a los gallos les temblaban las crestas y a los gansos se les caían las plumas de sus colas y de ver el perro pastor que asomaba su cabeza bajo un montón de paja y le brotaban gotas de sudor.
Y a partir de aquel día, claro, ya nadie se rió del Mastinico. Ya no era él el que tenía que salir a dar la vuelta de reconocimiento por las eras para leer el periódico. Eran los propios animales de la granja los que venían a darle los buenos días y contarle las noticias. “Buenos días señor Mastín, sepa usted que los cutos ya han llenado su zacuto.” “Buenos días señor Mastín, sepa usted que el golondrino hace mucho ya que vino.” “Buenos días señor Mastín, sepa usted que las yeguas hartas están de comer hierbas.” Aquel patito feo se había convertido en un impresionante Mastín del Pirineo al que todos adoraban. Y, allá adonde iba el Mastinico, allá iba toda una fila de animales, con la patita en primer lugar, cua-cua, y todos los demás a continuación, beeeeeee, oinc-oinc, pío-pío, muuuuu
Y nadie en aquel bosque supo nunca más de los lobos. Así que el bosque pudo continuar construyendo su música con los compases que le marcaban los vuelos de perdices y arrendajos, los cantos de pinzones y petirrojos y las melodías de ruiseñores y cardelinas.
Y, colorín colorado, esta historia se ha acabado.







FIN

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